No tengo ni idea de si se han planteado todas estas cuestiones los cuatro adinerados alpinistas aficionados que pretenden subir al Everest, previo pago de 150.000 euros cada uno, guiados por una empresa que parece anteponer el negocio a la ética y la salud. Tal y como nos explica este viernes nuestro especialista en montañismo, Óscar Gogorza, “una empresa austriaca ha dado con una clave de mercadotecnia tan efectista como controvertida: inhalar gas xenón. Con este truco, cuatro turistas ingleses han aceptado el reto de salir de casa, plantarse en la cima del Everest y regresar a sus asuntos en siete días”. Según nos explica Gogorza, cuando se anuncie una ventana de buen tiempo, saltarán a un avión, aterrizarán en Katmandú, serán llevados a una clínica donde inhalarán el gas durante media hora y volarán en helicóptero hasta el campo base, a 5.300 metros sobre el nivel del mar. Después, invertirán tres días en escalar la montaña empleando oxígeno artificial y uno en descender antes de volar de regreso a casa. El plan obvia repentinos cambios de tiempo en la montaña, o colas infinitas en las proximidades de la cima y resulta un tanto engañoso: en realidad, los cuatro candidatos llevarán a cabo su aclimatación en casa, con un tratamiento de ocho semanas en cámaras de hipoxia, estrategia que ya ha sido empleada con éxito por muchos deportistas.
Entiendo las modas. Todos caemos en alguna unas cuantas veces al año. Entiendo la fascinación que produce lo desconocido y todo el misterio que esconden las montañas, pero no le veo la gracia a esta historia. Entendiendo, también, que el uso del gas xenón no es un tratamiento milagroso que aumente drásticamente las posibilidades de éxito de los cuatro candidatos, tal y como argumentan los expertos, y que no se puede saber qué impacto tendrá la experiencia en esos cuerpos, el riesgo asumido roza lo ridículo. Y el negocio, la vergüenza.
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